Cuando los patriotas luchaban por la independencia argentina, lo verdaderamente nuevo no eran las ideas… sino el periodismo.
Sí: escribir y difundir lo que se pensaba fue un acto revolucionario en un país donde pensar en voz alta no era costumbre, ni mucho menos un derecho.
Para entender qué significó eso, hay que mirar para atrás. Porque buena parte de la desinformación —y la ignorancia— que hoy sufrimos, empezó ahí.
Durante siglos, el saber estuvo secuestrado. La Iglesia, en plena Contrarreforma, se arrogó el poder de “revelar la verdad” y mandó a evangelizar a los pueblos originarios… pero sin enseñarles a pensar. Solo a obedecer.
No es casual que la educación haya sido monopolio del clero. Y que el poder político se mantuviera en manos de quienes hablaban de fe… pero decidían por todos.
Así nacieron los círculos culturales cerrados, donde el conocimiento no se compartía: se guardaba.
Y afuera de esos muros, la gente quedaba afuera. Porque sin alfabetización, no había diálogo posible.
Por eso, durante mucho tiempo, el escritor no tuvo público. Escribía para nadie. O mejor dicho: para los poderosos que le pagaban por escribir.
No porque fueran más sabios, sino porque eran los únicos que podían financiar un libro.
Y claro: los únicos que lo leerían eran otros poderosos. El pueblo, analfabeto, quedaba excluido.
Así nacieron los salones literarios: refugios de intelectuales brillantes pero desconectados, que hablaban en un idioma viejo y elegante… pero incomprensible para el pueblo.
Mientras en Europa Diderot o Voltaire escribían para cambiar el mundo, acá se seguía redactando con un castellano rancio, como si el virreinato no hubiera terminado.
Y sin embargo, en medio de esa cultura polvorienta, apareció algo distinto:
La Gaceta de Buenos Aires, de Mariano Moreno, fue como una ráfaga de aire fresco. Un periodismo que no miraba al poder, sino al pueblo. Que no escribía para los salones, sino para las calles.
Ese debería seguir siendo el espíritu del periodismo:
Informar. Escuchar. Dar voz.
Hablar con el lenguaje de la gente y no desde un pedestal.
Respetar códigos éticos, profesionales… y sobre todo humanos.
Hoy, en tiempos donde la información corre pero no siempre se entiende, vale recordar esto:
Sin público no hay periodismo.
Sin cultura no hay democracia.
Y sin coraje para decir la verdad… no hay futuro.
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