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La hija de un dictador agita fantasmas en Guatemala en su carrera presidencial

En una ladera de pinos fragantes, Rosalina Toyuc esparcía pétalos de rosa sobre la tierra húmeda, arrodillada para rezar por su marido perdido. Otras mujeres vestidas con trajes tradicionales susurraban oraciones por los muertos mientras el humo del incienso quemado se enroscaba en el aire matutino.

Hace décadas, cientos de víctimas de torturas y ejecuciones fueron enterradas en fosas comunes en este bosque guatemalteco durante la guerra civil más sangrienta de Centroamérica. Ahora sus fantasmas se agitan.

“Los espíritus están perturbados”, dice Toyuc, de 66 años. “Algunos dicen que el genocidio nunca ocurrió. Pero se sabe muy bien lo que pasó en tiempos del dictador”.

El general Efraín Ríos Montt llevó a cabo una brutal campaña de contrainsurgencia tras hacerse con el poder en 1982, quemando cientos de pueblos y matando a miles de civiles, la mayoría de ellos indígenas mayas que representan la mitad de los 17 millones de habitantes de Guatemala. Fue condenado por genocidio en 2013 y murió cinco años después en medio de un nuevo juicio.

Ahora, para consternación de las víctimas, su hija se presenta hoy a las elecciones presidenciales. Zury Ríos, de 55 años, es una de los tres candidatos con posibilidades de ganar un puesto en la esperada segunda vuelta del 20 de agosto. Lejos de denunciar los excesos de su padre, da todas las señales de avalarlos.

Triunfe quien triunfe, es poco probable que los habitantes de este país rico en recursos -y en particular su comunidad indígena- salgan más contentos: una tierra de impresionante belleza, de volcanes y exuberantes colinas verdes, Guatemala es, según observadores independientes, una cleptocracia bajo el dominio de una siniestra alianza de narcotraficantes, militares e industriales que desprecian a la mitad indígena de la población, empobrecida y con escasa formación, y para la que los presidentes elegidos cada cuatro años son marionetas obedientes.

Los carteles de campaña de 22 aspirantes a la presidencia están esparcidos como confeti por todo el país, sugiriendo una democracia vibrante. Pero las organizaciones de derechos humanos se quejan de que figuras consideradas una amenaza para los oscuros señores del país han sido descalificadas de la carrera, incluida Thelma Cabrera, la candidata indígena.

Con su característica gorra blanca y su chaqueta turquesa, a Ríos le gusta hablar de la guerra contra la delincuencia: si fuera elegida, seguiría el ejemplo de su vecino El Salvador, que ha encerrado a decenas de miles de jóvenes para acabar con las violentas bandas callejeras.

Pero evita mencionar la otra guerra, la que libró su padre contra las guerrillas marxistas hace décadas. Otros generales antes que él habían mostrado el mismo apetito por la carnicería. Pero Ríos Montt, un cristiano renacido que fundó su propia iglesia evangelista, llevó la matanza a nuevos extremos: “La guerrilla es el pez. El pueblo es el mar. Si no se puede pescar el pez, hay que vaciar el mar”.

Cientos de mayas cargan los ataúdes de las 100 víctimas masacradas en Zacualpa, Guatemala, en 2002.

Su hija ha calificado de “injusto” su juicio por genocidio, considerando lo que hizo, según todos los indicios, como necesario para imponerse a las fuerzas rebeldes. “No he oído nada de ella sobre la guerra, aparte de que fue un esfuerzo heroico de su padre para luchar contra el comunismo”, dijo Fredy Peccerelli, un antropólogo forense que ha pasado años excavando fosas comunes. La mayoría de ellas, dice, datan del periodo entre 1982 y 1983, cuando Ríos Montt estaba en el poder.

Zury Ríos quiere una amnistía para los militares acusados de matar civiles. Ha heredado no sólo el nombre del general, sino también el feroz estilo retórico que utilizaba en el púlpito: “Vamos a… recuperar la ciudad calle por calle de manos de las bandas criminales”, gritó a una multitud enfervorizada en un mitin celebrado el miércoles, mientras los simpatizantes repartían paraguas, tamales -masa de maíz cocida al vapor en hojas de plátano- y cajas de Tupperware.

Aunque rara vez se refiere directamente a su padre, el jueves, último día de campaña, confió a otra multitud: “Antes de morir, me dijo: ‘Zury, si un día Dios te da la oportunidad de servir a Guatemala, hazlo con amor, hazlo con servicio, hazlo con compromiso, hazlo con responsabilidad y hazlo con carácter y valor'”.

Ha dicho que la comunidad maya no debe alarmarse: “Soy yo quien se presenta a las elecciones, no mi padre”.
Pero su mera presencia en la carrera ha llenado de inquietud a muchos miembros de la comunidad indígena, sobre todo en el llamado triángulo ixil, donde tuvieron lugar las peores atrocidades.

En el pueblo de Nebaj, a cinco horas en auto de la capital, Felipe Itzep, de 53 años, líder comunitario, explicaba a unas decenas de campesinos por qué no debían dar su voto a los candidatos de la derecha: “Si eres una víctima y te persiguió el ejército sería un pecado votar por ellos”, dijo.

“Algunos no se dan cuenta de quién es hija [Ríos]”. Otros, sin embargo, “han olvidado todo lo que hemos sufrido”. Pero él no: recordó haber visto a su abuela, María, volar por los aires delante de él en un bombardeo cuando tenía 11 años: “Cuando veo a Zury Ríos haciendo campaña como una inocente repartiendo regalos, siento impotencia y rabia, es un lobo con piel de cordero”.

Sentada en el comedor de un centro comunitario contiguo estaba Lucía Cobo Marcos, de 66 años, que se echó a llorar al recordar la pérdida de dos hijos de cuatro y cinco años en 1982, tras la llegada de Ríos Montt al poder.

Un avión había ametrallado el escondite de la familia en el bosque después de que su casa fuera incendiada. “Los niños murieron en mis brazos”, cuenta. “Verla [a Ríos], es como volver a ver al padre vivo y me entristece porque por su culpa perdí a mi familia”.

Más al sur, cerca de la ciudad de Comalapa, conocí a Toyuc, que dirige una asociación de viudas. Se quejó de que la hija del general las estaba “provocando”, colocando deliberadamente un cartel de campaña a la entrada de lo que se ha convertido en un santuario sagrado de pinares para los mayas. “Es una falta de respeto”.

Toyuc iba acompañado de Peccerelli, el antropólogo forense que desenterró 220 cadáveres de decenas de fosas de este bosque. Habían sido ejecutados en un puesto militar cercano que domina el valle. Las fosas aún son visibles. La gente acude a rezar ante las criptas de hormigón que contienen los restos de 40 personas sin identificar.

“Algunos de los esqueletos que exhumamos presentaban heridas de bala en la cabeza”, explica Peccerelli. “A otros les habían cortado la garganta con tal fuerza que golpeaba el hueso de la nuca. Algunos de los cuerpos aún tenían cuerdas alrededor del cuello”.

La mayoría de las víctimas eran hombres. Pero Peccerelli nunca olvidará el hallazgo de los restos de una mujer embarazada. “El esqueleto del bebé estaba rodeado por los huesos de su madre”.

Su primera excavación en la década de 1990 fue en una fosa común con 420 víctimas. “La gente que vivía cerca del lugar me dijo que los soldados habían cogido a niños pequeños por los brazos y las piernas y los habían arrojado contra columnas de hormigón junto al lugar donde estaba la fosa. No podía dejar de pensar en eso mientras cavaba”. Hizo una pausa antes de añadir: “Lo peor que te puedas imaginar, ocurrió aquí”.

Su organización creó en 2008 un banco de ADN con muestras recogidas de 17.000 familiares de desaparecidos que pueden compararse con fragmentos de huesos exhumados. Mientras Peccerelli hablaba, una mujer maya, una de las viudas, se le acercó. “Recuerdo el día en que vino a darme la noticia…”. Su voz se entrecorta y empieza a llorar. Peccerelli la tomó de la mano y la consoló.

“Siempre les avisamos de uno en uno”, dijo más tarde, explicando cómo había informado a la mujer de que había encontrado a su marido tras cotejar su ADN con el de unos restos.

Más adentro en el bosque, conocí a las hermanas Iralia, de 28 años, y Estefani, de 22, que recordaban la búsqueda de su abuelo, desaparecido tras ser secuestrado por los militares en 1983. Sus restos fueron descubiertos en 2015 en una fosa no muy lejos de donde estábamos. “Aún llevaba puesta toda la ropa y los zapatos”, cuenta Iralia, una estudiante. “Tenía alambre alrededor de las manos y los pies”.

La violencia comenzó pocos años después de que un gobierno elegido democráticamente que prometía la reforma agraria fuera derrocado en un golpe de estado en 1954. Fue orquestado por la United Fruit Company of America, exportadora de bananas, con la ayuda de la CIA. Unas 200.000 personas murieron en los 36 años de conflicto antes de que se firmara un acuerdo de paz en 1996, y 40.000 siguen desaparecidas.

El acuerdo trajo cierta paz. Ahora vuelven a surgir problemas. “Crece la pobreza, la corrupción y el narcotráfico”, afirma el cardenal Álvaro Ramazzini, prelado guatemalteco. “Los gobiernos no han hecho nada. La mayor parte de la tierra sigue en manos de los grandes propietarios, igual que al principio de la guerra civil.”

El presidente guatemalteco y general del ejército Efraín Ríos Montt en una rueda de prensa para anunciar su exitoso golpe militar en 1982

Cada vez son más los guatemaltecos que se dirigen a Estados Unidos en busca de oportunidades que se les niegan en su país. Otros huyen de la persecución y la cárcel. A principios de este mes, José Rubén Zamora, periodista independiente, fue condenado a seis años de cárcel tras denunciar en su periódico la corrupción del gobierno.

Una comisión anticorrupción respaldada por la ONU fue expulsada de Guatemala hace cuatro años y, desde entonces, varios abogados implicados en casos contra funcionarios del gobierno han sido detenidos y juzgados por cargos espurios y dos destacados jueces han huido del país.

Según Carolina Jiménez Sandoval, presidenta del think tank Washington Office en Latin America, este “retroceso democrático” incluye la inhabilitación de candidatos electorales y la decisión de permitir competir a Ríos, que ya había sido vetada anteriormente en virtud de una ley que prohíbe a los hijos de golpistas presentarse a las elecciones.

La comunidad indígena, por su parte, está recibiendo poco apoyo del gobierno. “Persiste un espíritu de racismo contra los indígenas”, afirma Ramazzini.

Vicenta Jeronima, una de las pocas indígenas entre los 160 parlamentarios del país, sabe muy bien a qué se refiere: “No me dan el micrófono en la asamblea, se burlan de mí, me llaman de todo”, se quejaba mientras participaba en una protesta la semana pasada en una plaza por la descalificación de Cabrera, el candidato indígena, de la carrera presidencial.

Peccerelli, el antropólogo, se queja de que su equipo forense no ha recibido ni un quetzal -la moneda local, llamada así por el ave nacional- en ayudas del gobierno.

Sin embargo, se muestra optimista, convencido de que excavar el pasado es la clave para un futuro más pacífico. “Este es un lugar donde ocurrieron cosas terribles”, dice, mirando fijamente una de las tumbas que ha exhumado en el bosque. “Fue un lugar de sangre y terror. Pero al final encontraremos a todos los desaparecidos. Y hemos convertido este bosque en un lugar de esperanza y luz”.

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