¿Era necesario que el Lord Gran Canciller, con una función antigua que se remonta a tiempos anteriores a los normandos, estuviera presente en el Consejo de Adhesión del Rey? ¿Necesitaba realmente esas vestimentas? ¿Importaba que el gran chambelán estuviera también allí, y el presidente del consejo? ¿Necesitaba el Rey murmurar “aprobado” en momentos puntuales de esta arcana ceremonia?
¿Necesitaba la procesión del féretro de la Reina que la campana del Big Ben sonara a intervalos mientras el cortejo avanzaba por Westminster? ¿Eran necesarios los movimientos sincronizados de los ocho soldados uniformados que llevaron el féretro a su lugar de descanso en Westminster Hall?
¿Es necesario que la gente haga cola por horas más allá del Puente de Londres cuando podría presentar sus respetos a distancia?
¿Por qué hacemos estas cosas? La respuesta, creo, es tan sencilla como misteriosa: las hacemos porque no tienen razón de ser.
En las últimas décadas, los psicólogos se han dado cuenta de que los seres humanos actúan de dos maneras fundamentalmente diferentes. Por un lado están las acciones “instrumentales”. En ellas vamos al mercado a comprar comida, o nos lavamos los dientes para protegerlos de las enfermedades, o nos apresuramos a la estación para subir a un tren. Inferimos motivos a partir de esas acciones, y realizamos acciones en función a sus consecuencias esperadas.
Pero hay otro tipo de acto, antiguo en la condición humana, que representa la antítesis de la instrumentalización. El objetivo ostensible de los actos realizados en el Reino Unido el miercoles pasado, por ejemplo, era transportar el féretro de la Reina a Westminster Hall, y eso se podría haber hecho rápido en dos minutos en un vehículo. Pero el objetivo no era que fuera asistido por soldados caminando solemnemente al paso, ni por miembros de la realeza uniéndose a esta curiosa marcha, ni por el disparo de cañones. Los rituales se definen como acciones que carecen de una finalidad instrumental. Porque no señalan lo que queremos hacer, sino lo que somos.
Continuación...
Ahora, podrías preguntar:.. ¿por qué todo ésto?
Sin embargo, todos hablan, a su manera, de cómo un gesto les conecta con generaciones anteriores, de la sensación de estar vinculados por un instante a la historia que se desarrolla, una sensación que se intensificaba al entrar en una de las más grandes catedrales mientras You’ll Never Walk Alone (Nunca caminarás solo) asonaba sobre la ciudad. Casi todos sientieron la piel de gallina, que podríamos considerar como la manifestación superficial de la necesidad humana de pertenencia.
Los racionalistas se burlan de estas cosas, pero esto revela, creo, un fracaso de la imaginación. Pienso en la procesión de hoy como en aquella del miércoles pasado y en el sonido del Big Ben sonando, como lo ha hecho en anteriores ocasiones por un luto de Estado, una red de conexión que se extiende hacia el pasado. Como diría un religioso: “un sonido conmovedor, una gota que cae en el mar inmóvil del tiempo”.
La sincronización suele ser un elemento central de estos rituales y tradiciones. Cuando hacemos cosas juntos, bailando o cantando o haciendo cola, nos fusionamos con los que nos rodean, ya que el cerebro se inunda de lo que los psicólogos llaman señales de imitación. Cualquiera que haya cantado con otros en una gran catedral, con voces dispares que convergen mientras la congregación se balancea como una sola, comprenderá el poder de estas experiencias compartidas. “La imaginación es el objetivo de la historia”, escribió el botánico Terence McKenna. “Veo la cultura como un esfuerzo por realizar literalmente nuestros sueños colectivos”.
Casi todos los grandes pensadores han comprendido la necesidad del misterio y la tradición, desde Hume hasta Einstein. Émile Durkheim distinguió entre lo sagrado y lo profano y situó los rituales firmemente en la primera categoría. El antropólogo Hugh Baker hablaba de “una cuerda que se extiende del Infinito al Infinito, pasando por encima de una navaja que es el Presente. Si se corta la cuerda, los dos extremos se separan del centro y la cuerda ya no existe”. Sin el ritual, sin la tradición, sin el instinto humano de participar en los ritos de la no-instrumentalidad, ¿dónde está la cuerda que ata?
La semana pasada tuve una discusión con un amigo que reconocía la virtud histórica de los rituales, y argumentaba que eran irrelevantes para el mundo moderno. Señalaba las naciones europeas que han prescindido de la pompa y la ceremonia y cuya realeza viaja en bicicleta. Dinamarca, dijo, es próspera sin necesidad de artimañas. Pero no todo fue siempre asi. Dinamarca se forjó en las grandes tradiciones de la tradición vikinga, elaborados rituales que unían a las antiguas tribus del norte de Europa en conglomerados capaces de conquistar el mundo. Sus costumbres eran tan complejas como las del canon anglosajón. ¿Quién sabe cuál será el efecto a largo plazo de desechar estas tradiciones? ¿Quién sabe cómo se sentirá su gente dentro de 200 años? ¿Pueden las naciones sobrevivir sólo con la racionalidad?
Digo todo esto sin dejar de reconocer que es conveniente modificar las tradiciones, para permitir que evolucionen y no quedar encorsetados por el pasado. En cierto modo, tal vez como otros, me he fatigado un poco con el ritualismo y espero con ansia podamos seguir con la vida. Pero sospecho que, en las próximas décadas, los niños de hoy hablarán a sus descendientes de ese curioso periodo en el que hicimos una pausa, en el que la gente hizo cola por decenas de miles, o se detuvo a ver por televisión un cortejo fúnebre que mantuvo embelesados a millones de personas, y en el que vislumbramos una cuerda de continuidad que se remonta a los tiempos normandos y a la historia de cuatro naciones de un Reino Unido.
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