Seis años después de su caída, Evo Morales vive atrincherado en el Chapare, rodeado de un círculo de leales que patrulla con palos afilados las entradas de su refugio. Lo que fue la cuna de su ascenso político es ahora un cuartel de supervivencia política desde donde observa cómo el país que gobernó durante 14 años comienza a desmantelar su legado.
El domingo, Bolivia decidió en segunda vuelta un nuevo rumbo: dos candidatos de centroderecha compitieron por la presidencia en un clima de hartazgo ciudadano tras años de corrupción, devastación económica y deterioro institucional bajo Morales y su heredero político, Luis Arce.
Como en El Salvador, Ecuador o Argentina, el péndulo regional volvió a moverse: la “revolución” socialista envejecida deja paso a un discurso de seguridad, orden y economía abierta. Morales lo sabe y reacciona como siempre: denunciando conspiraciones.
Su narrativa no cambió. Cada micrófono que encuentra es para insistir en que fue víctima de un golpe orquestado por “la derecha” y “el imperio”. Pero en Bolivia, incluso muchos que alguna vez lo apoyaron comenzaron a desconectarse de esa épica repetida. El desgaste llegó antes que el regreso.
Morales no es un personaje menor. Hijo de campesinos aymaras, primer presidente indígena de Bolivia, alfabetizó al país, nacionalizó hidrocarburos y redujo la pobreza. Pero también forzó su reelección ignorando un referéndum que se lo prohibía, cooptó la justicia y gobernó como patrón electoral antes que como estadista.
Luego llegó la caída: denuncias de corrupción, acusaciones de vínculos con el narcotráfico, y causas judiciales explosivas, incluida una investigación por una relación con una menor de edad —que él no niega pero resta importancia— empañaron definitivamente al dirigente que alguna vez fue símbolo de orgullo nacional.
Prohibido de competir en elecciones, Evo apostó este año a una jugada disruptiva: llamó a votar nulo para medir su fuerza en las sombras. El 20% de sufragios anulados fue su manera de recordar que aún es un factor de poder. Pero ese capital hoy es más un obstáculo que una alternativa.
Desde la jungla, Morales jura que volverá. La pregunta no es si quiere. Es si Bolivia, que esperó demasiado para liberarse de su laberinto político, está dispuesta a permitirle regresar.
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