Washington anunció que redoblará la asistencia financiera si el actual gobierno argentino continúa en el poder. No es generosidad: es arquitectura de dominio. Argentina vuelve a ser banco de pruebas de un proyecto histórico: estabilizar la economía… controlando la política. La pregunta no es si habrá auxilio, sino quién conducirá realmente el país. Juvenal lo advirtió hace veinte siglos: Quis custodiet ipsos custodes? — ¿Quién vigila a los que vigilan?
No es la primera vez que Argentina es convertida en un laboratorio mundial. Lo fue con la doctrina del shock financiero en los años 90, con la convertibilidad como experimento de ingeniería monetaria y, antes, con gobiernos que se rindieron ante deudas heredadas para garantizar obediencia geopolítica. Cada época tuvo su relato legitimador: “modernización”, “apertura al mundo”, “mercados libres”. Hoy el nuevo eufemismo es “estabilidad”.
Estados Unidos ya lo ha dicho sin rodeos: habrá dólares, pero con condiciones. No son condiciones públicas: son estratégicas. Significan alineamiento internacional, privatización de recursos y reforma estatal profunda. Se repite el viejo contrato no escrito: dinero a cambio de obediencia. La diferencia es que esta vez el tratado es explícito: FMI como estructura de control, Tesoro norteamericano como auditor final, y think tanks globales como diseñadores del futuro económico argentino.
Argentina es demasiado rica para ser pobre. Ese es su pecado y su peligro. Sus recursos —litio, gas, proteína, agua, plataforma marina— son hoy más disputados que nunca. No hay “ayuda” inocente cuando hay recursos críticos en juego. Tucídides ya explicó la regla de hierro de la política internacional: los fuertes hacen lo que pueden, los débiles sufren lo que deben. Por eso nadie ofrece asistencia financiera sin garantía de retorno político.
El nuevo experimento global no es económico: es civilizatorio. Lo que está en juego no es solo la inflación o el dólar, sino quién escribe las leyes, quién define los límites y quién controla el destino nacional. Bajo el pretexto de la lucha contra la “casta”, lo que se consolida es un nuevo tutelaje: una democracia bajo supervigilancia, donde las decisiones centrales ya no se discuten en Buenos Aires, sino en directorios externos.
Se repite una paradoja obscena: los guardianes del pueblo terminan rindiendo cuentas a guardianes extranjeros. Ya lo escribió George Orwell: “Quien controla el presente, controla el pasado; y quien controla el pasado, controlará el futuro.” Hoy el control se ejerce sobre algo más decisivo: la narrativa del sacrificio. Nos están convenciendo de que entregar soberanía es un acto de madurez económica.
La pregunta ya no es si este modelo funcionará: claro que funcionará… para quienes lo diseñaron. El verdadero dilema es qué quedará en pie después y si el país será todavía dueño de su derecho a disentir, regular, negociar y decidir su destino sin pedir permiso. Porque cuando una nación pierde su capacidad de decir “no”, deja de ser nación y se convierte en territorio administrado.
En nombre del orden y la libertad se está instalando un nuevo absolutismo financiero. Y como advierte la historia, el peligro no está en los vigilantes.
Está en otra parte. En que nadie los vigila a ellos.
Quis custodiet ipsos custodes?
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