La escena es digna de una tragicomedia con final abierto: la Justicia reclama US$ 535 millones robados en el caso Vialidad, pero ni Cristina Kirchner ni los otros ocho condenados han soltado un mísero peso. Los jueces tienen la orden de rematar bienes embargados, pero antes deben atravesar un laberinto de recursos, apelaciones y planteos que parecen escritos por un guionista de telenovela judicial.
Cristina pide suspender el decomiso, dice que el tribunal no es competente y reclama la intervención de sus hijos —herederos adelantados de tierras, hoteles y millones— para blindarlos del martillo del rematador. Lázaro Báez, mientras tanto, asegura que lo suyo ya fue decomisado, como si el delito tuviera un límite de facturación.
El resultado es previsible: el Estado sigue esperando, los condenados siguen litigando, y los argentinos siguen pagando. Porque en la Argentina, cuando se trata de corrupción de alto vuelo, las condenas se cumplen a medias, los bienes se esfuman entre vericuetos legales y el contribuyente termina sosteniendo el decorado del gran teatro nacional.
Un espectáculo donde la entrada la pagamos todos, pero el aplauso se lo llevan ellos.
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