por Enrique Guillermo Avogadro
Buenos Aires, Octubre 05 2014
Como ha sucedido tantas veces, el miércoles el país se conmovió por grandes concentraciones de ciudadanos convocadas, en reclamo por la Universidad pública, con falsas consignas, inventadas por quienes pretenden conservar sus canonjías, sean éstas políticas o económicas y, sobre todo, que nadie pregunte por ellas ni audite los fondos que las alimentan. Ese engaño viene de lejos, pero ha tenido tanto éxito que se ha convertido en un dogma indiscutible para clases sociales que, pese a que ya no pueden acceder a ella, centran allí el mito del ascenso social.
La frase “La Universidad pública y gratuita es igualadora social” es una colosal mentira. Basta ver qué porcentaje de alumnos proviene de las clases media-baja y baja. Estudiar, ¿requiere el mismo esfuerzo para un joven que no trabaja que para el que sí lo necesita? ¿Es lo mismo ir en auto a la facultad que viajar horas en medios de transporte público? Entonces, y desde otro ángulo, ¿es justo que los más pobres sustenten con sus impuestos una Universidad que no tiene exigencia alguna y a la cual sus hijos no podrán acceder? La Argentina, nos guste o no, está quebrada y el 52% de sus habitantes son pobres o están en la miseria; ¿es siquiera razonable que dedique parte de sus escasos recursos a educar gratuitamente a extranjeros cuyos países de origen no ofrecen recíprocas ventajas y a quienes quieren estudiar carreras innecesarias (abogados, contadores, etc.), durante muchos años, como si aún fuera rica?
Por nuestra el mayor tiempo que les lleva a nuestros estudiantes llegar al título, la escasez de graduados en comparación con los países vecinos, y porque muchos de ellos lo son en carreras que el país no requiere, el resultado es penoso y sumamente gravoso para el erario. Insume enormes gastos en infraestructura, investigación y (magros) salarios docentes que además, al no ser eficientemente auditados, habilitan corruptelas de todo tipo, tal como sucedió con los miles de oscuros contratos firmados por universidades con organismos públicos para evadir controles.
La propuesta es, relativamente, simple de implementar. Se trata de establecer –la Argentina dispone, sin duda, de los medios informáticos para hacerlo- cuántos nuevos graduados de cada una de las disciplinas necesitará el país a cinco años vista. Basta, para hacerlo, con introducir en una computadora la información que suministren las empresas y el sector público, incluyendo a los potenciales inversores que se acerquen.
Con el resultado de esa investigación, se constituiría un primer cupo de ingresantes a la Universidad. Para formar parte de él, los estudiantes deberían rendir un muy exigente examen de ingreso –en matemáticas, lengua, ciencias y ciencias sociales- y mantener el nivel de excelencia durante toda la carrera, comprobado mediante pruebas semestrales. A los miembros de ese primer cupo no sólo no se les cobraría matrícula alguna sino que, por el contrario, se les pagaría un sueldo razonable, que les permitiera inclusive mantener a su familia, durante todos sus estudios. Como es obvio, quienes lograran graduarse integrando ese primer cupo encontrarían una clara salida laboral, ya que tanto el Estado cuanto las empresas los buscarían afanosamente.
Luego, crear un segundo cupo que tuviera en cuenta la capacidad física de cada una de las facultades. Al menos en algunas de ellas, hay materias en las que los profesores deben dar clases a más de cien alumnos a la vez, lo cual impide una eficiente enseñanza. Ese segundo cupo, es decir los extranjeros y aquellos que opten por carreras que el país no necesitará –y, por ende, es injusto que deba soportar- o por estudiantes que no lograran el nivel de excelencia requerido para el primero, debería pagar para estudiar. Simple: si quieres hacerlo, báncalo tú. Incorporaría a esas normas una ley que impusiera al sector público la obligación de contratar, como consultora externa, a la Universidad, y pagar los honorarios correspondientes.
Veamos qué efectos produciría la solución propuesta. En primer término, mejores graduados, y el país dispondría de profesionales excelentes en las disciplinas más necesarias. Luego, impediría la permanencia del “estudiante crónico”, ese al cual el bajo nivel de exigencia en materia de cantidad de materias aprobadas se le permite permanecer en los claustros por muchos años, incordiando a los verdaderos alumnos.
Con el producido de las matrículas pagadas por los integrantes del segundo cupo, más los honorarios por sus servicios de consultoría externa, se formaría un interesante presupuesto propio, que permitiría mejorar sensiblemente los salarios e invertir en infraestructura e investigación. Y al pagar interesantes sueldos, se incrementaría la vocación por la enseñanza, y que la competencia entre aspirantes contar con mejores profesores.
El círculo virtuoso se cerraría con el nivel de excelencia en los claustros docentes, lo cual transformaría a la Universidad en un verdadero faro capaz de iluminar el futuro del país, dejando de ser el miserable fanal que sólo permite ver la escalera descendente en la que estamos embretados.
Lo sucedido esta semana en el campo internacional no hizo más que agravar preocupación, sobre todo en el escenario de Medio Oriente, ya que el ataque directo de Irán a Israel y la presumiblemente inminente respuesta de éste, más la implicancia de Siria, Líbano y las milicias chiítas de Irak y Yemen en la lucha, prometen incendiar aún más la zona, con consecuencias gravísimas para el mundo entero, tanto por el incremento del precio del petróleo cuanto por el riesgo nuclear, siempre presente. Y todo esto, a justo treinta días de las trascendentales elecciones de los Estados Unidos, de cuyo resultado dependerá, sin duda, el tablero geopolítico global.
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