La política argentina volvió a demostrar que, cuando se trata de romper la solemnidad, no tiene rival. En José C. Paz, la jura de concejales —ese acto que en cualquier país medianamente ordenado suele durar veinte minutos y terminar con un aplauso tibio— se transformó en un festival de golpes, corridas y sillazos dignos de un coliseo suburbano.
Todo empezó con la jura de la concejala libertaria María Amoroso. Sus festejos encendieron la mecha, y la militancia peronista respondió como quien escucha un despertador viejo: con violencia automática. Bastaron algunos gritos para que el recinto pasara de “acto institucional” a “tarde de furia”.
Lo que debía ser una transición democrática terminó siendo una clase acelerada de caos: empujones, insultos, agresiones y un desborde que se extendió hasta la calle. En pocas escenas quedó retratado el equilibrio político del distrito: tan frágil que se desarma con un aplauso mal interpretado.
Amoroso denunció heridos entre sus militantes: un joven con fractura de mandíbula, un menor golpeado, y otros tantos agredidos por grupos que, según su relato, actuaron en patota. Entre denuncias públicas y posteos en redes, la concejala apuntó al municipio por no garantizar la seguridad del evento.
Mientras el gobierno local guarda silencio —quizás buscando las sillas que quedaron enteras— los libertarios exigen una investigación. El nuevo período legislativo empieza, así, con la peor señal posible: un municipio que pretende deliberar, pero antes debe resolver quién recoge los escombros.
La escena dejó un mensaje claro, aunque nadie lo quiera admitir: cuando la política pierde el control de sí misma, no hay recinto ni formalidad que alcance para contenerla. Como decía San Agustín, “nada puede hallarse en el desorden”. Pero en Argentina, el desorden siempre encuentra cómo hacerse notar.
Lo que debía ser una jura, terminó siendo una advertencia. Y José C. Paz, una vez más, el espejo sin filtro del país: donde la disputa no pasa por ideas, sino por quién lanza primero la silla.
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