
La principal distribuidora de electricidad de Argentina está en el punto de mira. Así lo afirmó el Presidente del Ente Regulador del Sistema Eléctrico Argentino, Walter Martello, un hombre considerado cercano al actual ministro de Economía, Sergio Massa.
En realidad Edesur, es una filial argentina que Enel, empresa multinacional italiana y uno de los principales operadores globales integrados en los sectores de electricidad y gas, ha puesto a la venta, como parte de su plan de desinversión para abandonar el país.
Valorada por el mercado en 250 millones de dólares, la empresa se dedica a la distribución de energía en el área de Buenos Aires, y ahora también ha despertado el interés de un posible “accionista público”, según declaraciones de Walter Martello, gerente del Enre, el organismo nacional argentino de regulación del mercado eléctrico.
Sin embargo, al tratarse de una sociedad perteneciente a una empresa cotizada, el gobierno argentino se cuida de no distorsionar la operación, aseguran fuentes financieras cercanas al expediente. En la Argentina de Alberto Fernández, en otras palabras, no se querría replicar la política de nacionalizaciones extremas como las deseadas por Cristina Kirchner, que culminaron con la expropiación de la filial argentina de Repsol.
Cabe recordar que el actual Presidente Fernández, cuando era jefe del gabinete del Consejo de Ministros, dimitió de su cargo a los 7 meses, en julio de 2008, precisamente como reacción a las poco ortodoxas decisiones económicas de la entonces presidente Kirchner. Incluso ahora que la viuda de Néstor ocupa el cargo de vicepresidente, las relaciones entre ambos distan de ser idílicas. El Estado puede hacerse cargo de una distribuidora siempre y cuando se apruebe una regulación, un acto administrativo, y la operación no provoque una disputa en el ICSID, el órgano de resolución de disputas del Banco Mundial”.
En la década de 1990, el programa neoliberal del entonces Presidente Carlos Menem decidió privatizar las empresas estatales que prestaban los principales servicios, al considerar que su nivel de ineficiencia era tal que sólo la privatización podía resolver el problema. Así, se privatizaron: OSN (agua), SEGBA (electricidad), GAS DEL ESTADO (gas), YPF (petróleo), ENTEL (telefonía), AEROLINEAS ARGENTINAS.
Este aluvión de privatizaciones fue duramente criticado y sumergido en sospechas de corrupción, favoritismo político y negociaciones comerciales opacas entre el gobierno, los altos directivos de las empresas que esperaban ser privatizadas y las multinacionales interesadas en la operación.
El defalut de 2001 puso a las empresas al borde de la quiebra: habría habido que renegociar los contratos y subir las tarifas más allá de lo posible. No fue así; se prefirió la vía de las subvenciones públicas. Por otra parte, sin las subvenciones estatales y la subida de precios las empresas habrían abandonado el país y los servicios habrían acabado en el caos.
Expertos en economía afirman que los subsidios a las empresas eléctricas alcanzaron los 16 mil millones de pesos (3 mil millones de dolares de entonces). Pero con la devaluación de la moneda y la congelación de las tarifas, las empresas dejaron de invertir, porque no era más un negocio rentable operar en Argentina. Así una vez que desapareció ese margen de beneficio, hubo menos interés en mantener el nivel de calidad de los servicios, tal y cual como sucede hoy.
Y en materia de Nacionalización y Titularidad del Estado, Perón, acérrimo opositor a los Radicales en el plano electoral, adoptó sus consignas: “Debemos impedir la venta a extranjeros del patrimonio perteneciente a mil generaciones de argentinos”, había gritado ya el 6 de julio de 1945.
En 1946, el IAPI (ente público argentino cuya finalidad era centralizar el comercio exterior) comenzó a monopolizar la compra de los productos agrícolas nacionales. Ese mismo año, se amortizó la deuda pública con el exterior. Entre los servicios, los primeros en ser nacionalizados fueron los teléfonos, con la compra de la United River Plate Telephone Co. En cuanto a los ferrocarriles, se aprovechó la circunstancia de que los plazos de la concesión estaban a punto de expirar, y se evitaron los contratos correspondientes.
Así, se compraron 4207 kilómetros de ferrocarriles franceses por 46 millones de dólares, y 24.262 kilómetros de líneas ferroviarias británicas (más de la mitad de toda la red) por 150 millones de libras, lo que comenzó a erosionar seriamente las comprimidas reservas de divisas del Estado.
Como ocurre en todas partes, y en particular en los países mal administrados, a la nacionalización siguió la inflación del personal, el aumento de las tarifas, el descuido de las amortizaciones y el empeoramiento de los servicios, mientras el déficit crecía de forma aterradora. Propio Perón, indignado por las crecientes demandas de los empleados ferroviarios, tuvo que recordarles en un discurso, el altísimo coste de la operación. El público se preguntaba con ironía cómo era posible que en sus días “esos malditos capitalistas ingleses” hubieran conseguido asegurar un mejor rendimiento de los servicios que explotaban, y además obtener beneficios con ellos.
En cuanto a los tranvías de Buenos Aires, la recuperación resultó ser un mal negocio. El material rodante era lo que los argentinos llaman cachivache, es decir, hierros rotos o inservibles, que la empresa concesionaria no se había molestado en mejorar ante la amenaza de expropiación. El periodista de origen suizo Alemann, propietario del Argentinisches Tageblatt, de tendencia liberal, observó tras la caída de Perón que cuando los ferrocarriles estaban en manos de la compañía británica con 100.000 empleados transportaban 40 millones de toneladas de mercancías anuales, pasados al Estado, habían llegado a 260.000 empleados en 1962, con un tráfico de sólo 24 millones de toneladas.
Desde 1946 (diciembre) se habían nacionalizado las distintas empresas gasíferas extranjeras, completando la operación iniciada por el Dr. Castillo que ya había rescatado el puerto de Rosario, y finalmente le tocó el turno a la ya mencionada empresa eléctrica Bond and Share.
Sobre la base de una ley especial de incautación de bienes alemanes, el gobierno se hizo cargo del consorcio Bemberg, grandes cerveceros y propietarios de plantaciones de yerba mate en la zona de Misiones: las fábricas fueron agrupadas en una sociedad anónima confiada a la Confederación General del Trabajo, que había recibido un préstamo del gobierno para este fin, y las plantaciones a una cooperativa agraria. “No fue fácil derribar este tremendo pulpo del monopolio Bemberg… este símbolo diabólico de la explotación de un pueblo”, había declamado Perón al entregar los títulos de propiedad al secretario general de la Confederación del Trabajo en representación de los trabajadores argentinos.
A la caída del régimen, las comisiones de investigación revelaron que en realidad el capital se había repartido entre 18 dirigentes de esa confederación obrera.
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