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La escisión de una importante red de tráfico de cocaína desencadena una serie de decapitaciones

Más de 100 muertos en salvajes motines en las cárceles de Ecuador. Los familiares esperan noticias sobre sus seres queridos tras la muerte de 118 presos en un estallido de violencia entre bandas.

El salvajismo del motín más mortífero ocurrido la semana pasada en las superpobladas cárceles de Ecuador, en el que los reclusos se decapitaron unos a otros con machetes, es una muestra de la creciente influencia de los cárteles de la droga mexicanos que alimentan de cocaína a Europa y América.

Un total de 118 presos murieron, varios de ellos decapitados y desmembrados, y casi 100 más resultaron heridos, en la Penitenciaría de la Costa, situada en un antiguo fuerte del puerto del Pacífico de Guayaquil, centro del comercio de cocaína del país.

La violencia estalló después de que una banda, conocida como Los Choneros, originaria de la ciudad de Chone, intentara retomar un ala que le habían arrebatado tres grupos escindidos, los Tigres, los Lobos y los Chonero-killers.

Los Choneros están aliados con el cártel de Sinaloa de Joaquín “El Chapo” Gúzman, el capo mexicano de la droga que cumple cadena perpetua más 30 años en una cárcel de Estados Unidos. Las otras tres bandas están alineadas con el cártel rival Jalisco Nueva Generación.

“Fue una disputa territorial”, dijo Mario Pazmiño, ex jefe de la inteligencia militar de Ecuador. “La violencia pretendía enviar un mensaje, aterrorizar a los enemigos de la banda”.

Ecuador produce cantidades mínimas de cocaína, pero se encuentra entre los dos mayores productores del mundo, Colombia y Perú, y es un importante punto de tránsito. Se calcula que el 80% de toda la cocaína que entra en Ecuador sale de Guayaquil, a pocas horas en coche de las fronteras de ambos países, escondida en contenedores de transporte hacia puertos que van desde Los Ángeles hasta Rotterdam.

La disputa entre las bandas estalló por primera vez el pasado mes de diciembre, cuando un líder de Los Choneros fue asesinado por un sicario en un centro comercial local, lo que provocó una serie de disturbios en las cárceles en una sociedad que, según los estándares latinoamericanos, es relativamente pacífica. En un motín anterior, en febrero, murieron 79 personas.

El baño de sangre también arroja luz sobre el desastroso sistema penitenciario de Ecuador, construido para albergar a 30.000 personas, pero que en la actualidad cuenta con una población de alrededor de 40.000. La corrupción es generalizada, y los guardias aceptan habitualmente sobornos para permitir la entrada de armas, drogas y prostitutas en las cárceles.

Mientras tanto, los presos controlan todos los aspectos de la vida en el interior, incluyendo dónde duermen los nuevos reclusos y qué partes de la cárcel pueden visitar.

“Cuando un preso llega por primera vez, se le pregunta si quiere “seguridad”. Si dice que sí, debe pagar y unirse a una banda. Si dice que no, queda a merced de las bandas”, dice Pazmiño.

El presidente Guillermo Lasso declaró el estado de emergencia tras los disturbios. Pero para Pazmiño, nada que no sea una reestructuración completa del sistema penitenciario, incluyendo la eliminación de los guardias y celadores corruptos, será suficiente.

“La policía debe hacerse cargo de las prisiones durante 12 o 18 meses. Es la única manera de hacer frente a la corrupción y de recuperar el control de las bandas”, añade Pazmiño. Pero reconoce que en una sociedad en la que la pobreza preexistente se ha visto intensificada por la pandemia de coronavirus, invertir los escasos recursos en los reclusos es una ortiga política que pocos quieren agarrar.

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