
En su nueva cruzada por la paz en Medio Oriente, el presidente estadounidense persigue un legado que lo acerque a Carter y Clinton, dos figuras que públicamente despreció. Sin embargo, su método no es diplomacia: es presión. Y factura.
Donald Trump llegó a la geopolítica como llegó a los rascacielos: sin pedir permiso y jurando que él inventó el acero. Ahora, tras la firma del acuerdo de paz en Gaza y a punto de volar a Egipto e Israel, intenta entrar en el club más exclusivo del poder mundial: el de los presidentes norteamericanos que se obsesionaron con Medio Oriente. Carter lo hizo en nombre de la paz. Clinton, para salvar el equilibrio internacional. Trump, en cambio, parece buscar otra cosa: la inmortalidad política.
En vida, Jimmy Carter no lo conmovió. Apenas murió, lo despidió con un elogio que olía a ácido: “Me agradaba como hombre, pero fue una vergüenza que entregara el Canal de Panamá”. De Bill Clinton no habla: lo utiliza como chivo expiatorio. Lo llamó “depredador político” y amenazó con encarcelar a su esposa durante la campaña de 2016. Y, sin embargo, aquí está: siguiendo exactamente sus pasos.
Estados Unidos lleva décadas coleccionando fracasos diplomáticos en Medio Oriente como si fueran medallas del absurdo. El conflicto israelí-palestino ha sido un verdadero cementerio de egos presidenciales. Trump lo sabe, pero es adicto a los riesgos. Necesita un trofeo que no sea judicial. Y encontró uno: la paz como espectáculo.
Su estrategia no disimula ambiciones. “Hay un nuevo sheriff en la ciudad”, se jactó al explicar por qué impuso nuevos aranceles y sanciones que, según él, “abrieron puertas que otros no pudieron”. Lo dice sin rubor: la moral es negociable, la paz es transaccional y el músculo económico es más persuasivo que cualquier cumbre diplomática.
Su política exterior no tiene doctrina: tiene instinto. “Trump no es aislacionista, nunca lo fue”, admite uno de sus asesores. “Es intervencionista selectivo: se mete donde le conviene”. Especialmente si hay petróleo, ventajas estratégicas… o cámaras.
Para negociar llevó un equipo inusual: Jared Kushner y Steve Witkoff, dos operadores más acostumbrados al metro cuadrado que al derecho internacional. Entre los dos han logrado algo casi bíblico: unir a árabes e israelíes en una misma sospecha. No saben si están frente a diplomáticos… o a promotores inmobiliarios de lujo con pasaporte diplomático.
Kushner hizo fortuna en Medio Oriente y Washington lo recuerda envidiando sus contactos más que sus méritos. Witkoff, en tanto, vuela privado y no avisa ni a las embajadas. La diplomacia tradicional llama a eso “falta de protocolo”. Trump lo llama eficiencia.
Aun así, China, Rusia e India avanzan posiciones en la región mientras Estados Unidos intenta no perder su influencia histórica. Y ahí aparece la verdad detrás de las palabras bellas y los discursos sobre paz: esto no es humanitarismo, es geopolítica pura. Y en ese juego, Trump juega al límite porque sabe una cosa: en Medio Oriente, la moral no gobierna—negocia.
Lo demás es decorado.
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