
USA, Washington
La Casa Blanca volvió a demostrar que en el universo Trump no hay diferencia entre política exterior, show business y reglamento deportivo: todo se puede mover, cambiar o relocalizar “si hay un problema”. Y “problema”, en este diccionario, significa “una ciudad gobernada por demócratas”.
Gianni Infantino, siempre listo para la foto, asentó con entusiasmo presidencial la idea de que, si al inquilino del Despacho Oval no le gusta el clima político de una sede, se puede cambiar el estadio como quien cambia de suite en un hotel. Seguridad, sí; pero también obediencia.
El mensaje fue disparado directo a Boston, Los Ángeles y Seattle: si no cooperan con ICE y sus redadas, el Mundial podría convertirse en turista de paso. A ese nivel llegó el cruce entre fútbol y la ofensiva migratoria del Presidente. La pelota como rehén diplomático.

La escena en la Casa Blanca, con Infantino presentando un flamante sistema exprés de visas, terminó convertida en un acto político más. Trump, con micrófono de gala, ya tenía su lista negra: alcaldes “muy liberales/comunistas”, ciudades “no apreciativas” y un repertorio de amenazas sutiles como un martillo.
El propio Infantino, como si renovara contrato en vivo, declaró que la seguridad es “prioridad número uno”, justo antes de celebrar los casi dos millones de tickets anticipados. Nada dice “confianza global” como anunciar que las sedes podrían cambiar a último momento por razones políticas.
La advertencia a Seattle fue casi un remate de stand-up: si la alcaldesa no encaja en la narrativa presidencial, “Gianni, ¿podemos decir que nos mudaremos?”. Y claro: si el Presidente lo pide, el balón tiene valija.
Kristi Noem, desde Seguridad Nacional, reforzó el mensaje pedagógico: los alcaldes deben “saber cuáles son sus responsabilidades”. El subtexto es transparente: alinearse o arriesgarse a perder un Mundial que ya vendió habitaciones, vuelos y esperanzas.
En Boston, Trump fue más directo todavía: “Podemos llevárnoslos”. Una frase que podría servir tanto para un reality show como para un proceso electoral. Pero esta vez se refiere a partidos de la Copa del Mundo.
Con 16 ciudades sede ya definidas desde 2022 y millones de dólares en planificación, infraestructura y logística en marcha, la amenaza de mudar partidos es algo más que bravuconada. Es la confirmación de que, en la era Trump, el Mundial no se juega solo en la cancha: también se juega en la oficina oval.
Y cuando el poder político redefine el fixture, cualquier ciudad puede ser penalti.
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