El reality político argentino volvió a girar sobre sí mismo: esta vez, el vocero se sentó en la silla del jefe. Manuel Adorni, rostro diario del relato oficial, fue ungido jefe de Gabinete tras la salida de Guillermo Francos. En otras palabras: el hombre de los partes pasó a redactar la historia.
El nombramiento fue anunciado —cómo no— en X, el altar digital donde el Gobierno expía sus ansiedades. “Las reformas estructurales serán prioridad”, prometió Adorni, sin precisar si se trata de nuevas reformas o de reformar las anteriores que todavía no arrancaron.
Francos, que alguna vez fue presentado como el piloto político del Mileismo, terminó como pasajero en un vuelo de regreso al llano. Su reemplazante, en cambio, aterriza con turbulencias controladas: habla cada mañana, sonríe cada tarde y reza cada noche.
Karina Milei, la “Jefa” invisible, aparece en los agradecimientos del nuevo jefe visible. “Gracias por la confianza y el apoyo permanente”, escribió Adorni, confirmando que en la Casa Rosada el poder no se delega, se administra por parentesco.
La invocación religiosa —“que las fuerzas del cielo nos acompañen”— ya se volvió muletilla institucional. En el fondo, no suena a fe sino a pedido de auxilio: la inflación, los conflictos sindicales y los apagones de popularidad también requieren milagros.
Mientras tanto, el flamante jefe mantendrá su rol de vocero: el hombre que daba las noticias seguirá dándolas, pero ahora firmadas por él. En la Argentina de Milei, los micrófonos ascienden más rápido que los salarios.
El “Súper ministerio del Plata” promete coordinar todo, aunque nadie sepa con qué presupuesto ni bajo qué manual de instrucciones. Lo único claro es que, en este Gobierno, cada crisis termina con un ascenso y cada renuncia con un nuevo himno.
Y así, entre rezos y retuits, el vocero se convirtió en ministro. O, si se prefiere la metáfora precisa, en el último sobreviviente del gabinete que aprendió que hablar —en este país— es mucho más rentable que gobernar.
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