Londres – Nota con chispas políticas y salero internacional
En la conferencia tory de Birmingham, Kemi Badenoch disparó sin anestesia: “Nigel Farage es un pasticcio de valores conservadores”.
Los aplausos fueron tibios, pero el eco se oyó hasta Westminster.
La líder conservadora decidió ir a la yugular: acusó al fundador de Reform UK de haber girado “hacia la izquierda” y de soñar con el regreso a los días del control estatal y las nacionalizaciones. El canciller Mel Stride afinó la melodía: “Farage quiere devolver a Gran Bretaña al socialismo de los setenta”.
La jugada es clara: asustar a la derecha con el fantasma de Corbyn, sólo que ahora el “monstruo” lleva corbata azul y pinta de tabernero.
Sin embargo, el ataque tiene fisuras.
Los votantes que migraron a Reform UK no ven a Farage como un socialista, sino como el azote de los burócratas. Y mientras los tories intentan reinventarse, siguen cargando el lastre de Liz Truss y su catástrofe económica, que hundió la libra y la credibilidad del partido.
Farage, por su parte, aún no nombra ministro de Hacienda, pero promete rebajas fiscales de £90 mil millones y un umbral de impuesto a la renta a partir de £20.000.
Los números no cierran, pero los discursos sí: su populismo contamina a los conservadores más rápido que el té con leche.
Dentro del gabinete en la sombra, algunos admiten en voz baja que el plan de Badenoch “no pasa la prueba del olfato”: Farage no huele a izquierda, huele a furia.
Y en política británica, eso se vende mejor que cualquier manifiesto.
El tiempo corre, y Downing Street observa:
si los conservadores no logran domesticar al tigre Farage, el rugido populista podría tragarse lo que queda del partido de Churchill.
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